Allá por un mes de Noviembre de 1517, un adolescente emperador Carlos V llega a Valladolid, tras desembarcar un mes antes en las costas de Asturias. Poco sabía él que su afición, más bien obsesión, por la comida llegaría a ser objeto de estudio, cosa que nos permite conocer las diferencias entre la alimentación de los campesinos y los nobles.

Un campesino del siglo XVI podría encontrar en su mesa para desayunar unas migas o unas sopas con un poco de tocino, a mediodía comían unos trozos de pan con cebolla, tocino, ajos o queso y así pasaban hasta la noche en la que tenían olla de berzas o nabos, cuando más un poco de cecina, con alguna res mortecina y legumbres, había garbanzos y alubias de la península y las procedentes de América, pero las lentejas tenían peor fama porque se decía que provocaban opilaciones y locura. También había ortigas, cardos, espárragos salvajes,… La leche de vaca no se bebía se empleaba en la elaboración de quesos, los cuales duran más tiempo. El carnero (cordero de más de 18 meses) era la carne más consumida, ya que las vacas se usaban en el campo y se mataban de viejas.
Sin embargo, la casa real, la nobleza y el clero gozaban de unas despensas pletóricas de carne, barbos, truchas y pescados frescos del mar, a la posta llegaba en 1 día y medio o en salazón, grandes vinos, y dulces elaborados con las especias más exóticas (pimiento, canela, nuez moscada,…) las cuales se utilizaban como una exhibición de poder. El azúcar era un ingrediente de lujo, que fuera de los palacios, se vendía en las farmacias. Las monjas elaboraban con este producto los electuarios o letuarios, que eran una especie de frutas escarchadas con hierbas y raíces medicinales, que se vendían en las boticas.
Los descomunales banquetes de Carlos V, el despilfarro en comida, en general, eran habituales en la época entre los miembros de las clases más altas o de aquellos, que simplemente, aspiraban a serlo, muchas veces a costa de arruinarse dilapidando grandes fortunas en festines para agasajar a invitados de los que se pretendía conseguir mercedes o tratos de favor. Sólo, de vez en cuando, la caridad cristiana obligaba a las conciencias de los privilegiados a ser misericordiosos con los más desfavorecidos, por lo que la limosna, más que una virtud basada en la compasión, era a la vez un deber y un modo de justificar tamaña desigualdad. El mismo emperador, a su llegada a Yuste, vio como a las puertas de su nueva morada se agolpaban los campesinos de los alrededores, a quienes entregaba algunas migajas de sus bienes como un acto más de una interesada piedad cristiana ya que, en última instancia, pretendía un lugar acomodado en el reino de los cielos.
Carlos V llegó a Yuste mucho antes de lo que cabría esperar, el 3 de febrero de 1557, envejecido prematuramente, carente de energía y de espíritu por los grandes esfuerzos que le requería su posición, pero también por una infinidad de dolencias que iban desde la consabida gota, las hemorroides, el asma, un estómago que digería con dificultad y una dentadura pobre y desgastada a causa de unas mandíbulas desproporcionadas que le impedían encajar correctamente los dientes.

Con todo, el emperador no cedió ni un ápice a las recomendaciones de los galenos que le solicitaban moderar su glotonería, ni en la corte ni en la soledad de Yuste donde llegó acompañado, entre otras cosas, de su propio maestro cervecero, Enrique Van der Hesen.
El ansia devoradora de Carlos V era irreprimible. Comía abundantemente y bebía sin cesar litros de vino del Rhin para aplacar la sed que le provocaban ágapes preparados a base de cantidades ingentes de carne (vaca cocida, cordero asado, liebres al horno, capones en salsa, jabalís) especiadas profusamente con pimienta, clavo, canela, o nuez moscada. La utilización de especias era un signo inequívoco de estatus social, ya que los mejores condimentos llegaban a los puertos españoles tras largas travesías de todas partes del mundo, eran difíciles de conseguir y muy caras. Por otro lado, las especias tenían una larga tradición de substancias con propiedades medicinales e incluso afrodisíacas. Incluso la sal y la pimienta eran un bien escaso, por lo que tener, como Carlos V, un salero presidiendo su mesa, era todo un lujo. Aparte España era importadora de sal a una Europa necesitada de unos de los conservantes más antiguos y potentes de la historia de la alimentación.

En la mesa imperial de Yuste no podían faltar alimentos muy condimentados, más de 25 platos para cada comida principal, preparados en una cocina donde había más de 50 trabajadores, y que el emperador disfrutaba en soledad. Alguna que otra vez, según las crónicas cuentan que esto ocurrió una sola vez, compartía mesa con los monjes jerónimos pero terminó desdeñando sus platos por ser escasos en condimentos y sobrios en su elaboración, retirándose de la mesa antes de acabar y entristeciendo a los frailes.
Carlos V era un férreo devorador de carne de caza, pescados frescos, en salazón y en escabeche, disfrutaba enormemente con el marisco y prueba de ello es el centenar de ostras que podía engullir de un sola tacada, moluscos frescos que se hacía traer directamente de Portugal, empanadas gigantescas de anguila, salchichas de Flandes, capones, perdices, carneros y dulces de clara ascendencia morisca provistos de grandes cantidades de frutos secos, azúcar, huevos, harina de trigo de la mejor calidad y miel, melones, granadas, albaricoques y melocotones; y eso, evidentemente no formaba parte del recetario de los Jerónimos, de ejecución y perfecta preparación, pero más austeros en los ingredientes.
La importancia que la comida tenía en la vida del Emperador es evidente por la nómina de servidores que se quedaron en Yuste. De las 52 personas ocupadas en su servicio, una veintena se dedican, de uno u otro modo, a servir su mesa: ahí se encuentran no sólo los cocineros, sino que hayamos panaderos, pasteleros, salseros, encargados de la cava, fruteros, un cazador, un hortelano, un encargado de las gallinas Los cronistas recogen también anécdotas sobre las quejas que Carlos V le daba a sus criados cuando la comida no estaba de su gusto: al cocinero Adrián Guardel le achaca que no le ha echado canela a un plato y al panadero le amonesta por hacer un pan demasiado duro para su dentadura, que es escasa.

A Carlos V también le gustaba la bebida, se sabe que en Jarandilla se abastecía de la bodega de Pedro Azedo y aunque se tiene constancia de la calidad del vino de esa región, el emperador tiene predilección por los vinos alemanes y franceses, aparte de una adicción irrefrenable por la cerveza, la cual ingiere a todas horas. El Oporto es otro de sus caldos preferidos y conoce los placeres del café y el chocolate mucho antes de que estas bebidas se popularizasen en sus reinos.
Cuando llegó la hora de presentar cuentas, el emperador del Sacro Imperio Romano expiró a causa del paludismo, una enfermedad endémica en esa zona de la Alta Extremadura. Como uno más de los campesinos extremeños, el emperador de la gran España y todas sus colonias, desgastado por sus muchas dolencias y su azarosa vida, sucumbió ante las fiebres de esta enfermedad que se llevó por delante a miles de personas, sea cual fuere su origen. Probablemente Carlos V expiró con el estómago lleno, aunque a su muerte queda constancia de lo bien provista que estaba la despensa de Yuste: 160 carneros, 3 vacas de leche, el gallinero, sal, vino, cerveza, toneles y hasta avena y cebada humedecida, preparada para elaborar cerveza.
Acabo de encontrarte y me parece muy interesante tu blog.
Por otro lado, me quedo estupefacta con las harturas de Carlos V. Mucho recogimiento en Yuste pero la despensa nada descuidada.
La verdad es que ni por el forro me imaginaba ésto del buen hombre (lo de buen hombre es un decir)
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